Parece un hecho menor, que no debió llegar a las páginas de los diarios. Los aduladores que merodean en Despacho Oval y Mar-a-Lago, igual que millones de seguidores del presidente, señalan que es barullo de los comunistas del Partido Demócrata. En definitiva, dicen los justificadores, ¿a quién perjudica que Donald Trump haya empujado el nombre de John F. Kennedy para hacerle un lugar a su propio nombre en la puerta de un histórico centro cultural de Washington?
La respuesta a esa pregunta es: a la democracia norteamericana.
El culto personalista comienza por goteo en las sociedades con Estado de Derecho. Si no encuentra resistencia en una sociedad adormecida, avanza. Lo hace lentamente si se trata de una democracia, y velozmente cuando se desarrolla en el ámbito de una cultura política autoritaria.
La democracia norteamericana se oscurece a la sombra gigantesca del ego de Donald Trump. El magnate neoyorquino está convirtiendo el sistema con el que nació Estados Unidos, en una “egocracia”. El sistema donde el poder se concentra en la egolatría delirante de un líder autocrático, sino lisa y llanamente tiránico.
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Haber empujado el nombre de John F. Kennedy para hacerle un lugar al suyo, encabezando la denominación del centro cultural creado en 1964 en homenaje al presidente asesinado en Dallas un año antes, debiera generar una rebelión del estupor. Pero las llamas de la indignación no tienen suficiente fuerza en una sociedad donde el despotismo avanza, sin que la estupefacción se convierta en ira y le marque un límite.
Tan grotesco como el almidonado hopo amarillo sobre el rostro anaranjado del millonario que, imitando a las súper-bandas de rock, puso el apellido TRUMP en el fuselaje de su avión privado, es que el célebre espacio cultural que está en Washington y siempre se llamó Kennedy center, ahora luzca con letras gigantes su nueva denominación: Donald J. Trump and John F. Kennedy Center.

Es el único lugar donde pueden acercarse los nombres de dos líderes que representan sus respectivos opuestos. Kennedy fue la lucha por los derechos civiles de la población afroamericana y el reforzamiento del estado de bienestar, entre otras cosas, mientras que Trump es un ultraconservador, con inocultables rasgos racistas y un autócrata en gestación que está horadando la democracia norteamericana para convertirla en un régimen personalista.
Que el nombre de Donald J. Trump se haya incorporado al de un histórico centro cultural de Washington por orden del presidente, quien se valió de los nombramientos que hizo en la junta que la administra y violando la ley que el Congreso dictó en 1964 creando esa entidad y llamándola de ese modo, es una señal más de la deriva híper-personalista que empuja a Estados Unidos hacia una “egocracia”.
Trump empieza a parecerse a déspotas centroasiáticos como el turkmeno Saparmyrat Niyasov, quien imperó durante casi medio siglo con poderes desmesurados, plagó el país de estatuas suyas y se hizo denominar “Turkmenbashi”: padre de los turkmenos.
Casi dos décadas completas gobernó Kazajistán el despótico Nursultán Nazarbayev, quien trasladó la capital de Almaty a Astaná, pero a la nueva capital se quitó su nombre histórico para ponerle su propio nombre. Recién cuando dejó el poder y sus sucesores decidieron despegarse de su herencia de personalismo delirante, la capital dejó de llamarse Nursultán para volver a su nombre histórico: Astaná.
El mayor ejemplo de totalitarismo personalista está en el régimen que creó Kim Il Sung en Corea del Norte, donde impuso la doctrina Juche casi como una religión que lo glorifica hasta el punto de declararlo inmortal, razón por la cual sigue figurando como presidente de los norcoreanos a pesar de haber muerto hace más de 30 años.
La versión árabe de los déspotas centroasiáticos incluye al sirio Hafez el Asad, su hijo Bashar; el iraquí Saddam Hussein, el egipcio Honsi Mubarak y el libio Muhamar Jadafi. Mientras que Latinoamérica engendró en el siglo 20 dictadores como el paraguayo Alfredo Stroessner, quien rebautizó Ciudad del Este llamándola Puerto Stroessner, y el dominicano Rafael Trujillo, quien rebautizó como Ciudad Trujillo a la histórica capital dominicana: Santo Domingo.

Esa tiniebla política se insinuó en la Argentina de las últimas décadas cuando, recién muerto Néstor Kirchner, muchas plazas, hospitales, centros culturales, escuelas, represas hidroeléctricas, gasoductos y otras tantas cosas pasaron a llamarse como el ex presidente cuya esposa estaba gobernando.
Desde George Washington hasta Joe Biden, los presidentes al dejar la Casa Blanca creaban con su nombre una fundación o una biblioteca. Esa era la tradición. Ninguno bautizaba nada con su propio nombre ocupando la presidencia. Hasta que Donald John Trump y su descomunal ego llegaron al Despacho Oval de la Casa Blanca.



