Ya no alcanza con hablar de “narco-estados”. Latinoamérica se parece cada vez más a un narco-continente. O sea, un gigantesco espacio baldío de estados con estructuras jurídicas, institucionales y policiales para vencer en la guerra contra las mafias que llevan décadas haciendo correr ríos de sangre.
Las balas de ese poderío oscuro mataron ahora al fiscal abocado a la lucha contra el narcotráfico en Paraguay. Marcelo Pecci fue asesinado en una playa del Caribe colombiano, donde pasaba su luna de miel sin custodias; descuido incomprensible en quien estaba en una de las trincheras más expuestas en esta guerra.
Como en una película de James Bond, los sicarios llegaron desde el mar, montando motos de agua, y acribillaron a balazos al fiscal ante la mirada espantada de su esposa y de los bañistas que disfrutaban el sol y el mar en una playa concurridísima de Cartagena.
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Los estados paraguayo y colombiano ignoraban el periplo de Pecci. Pero las mafias que actuaron para eliminarlo, sí sabían. Tuvieron estructura de inteligencia para enterarse del casamiento y del viaje que haría el flamante matrimonio en su luna de miel. Siguieron los pasos del fiscal desde Paraguay hasta la playa, donde concretar el magnicidio fue fácil porque Pecci se encontraba totalmente desprotegido.
Es extraño que alguien que conoce el inmenso poderío del narcotráfico, descuide la protección que necesita. Hasta resulta increíble que haya decidido pasar su luna de miel en Colombia, donde las mafias narcos conservan un inmenso poder y corroen con su dinero las instituciones judicial, policial y militar.
Pecci no sólo emprendió importantes acciones contra los narcos en Paraguay, sino también contra bandas narcotraficantes de Brasil y de Colombia. Sin embargo, actuó como si ignorara que esas organizaciones tienen tentáculos que las entrelazan a nivel continental. Cuando no están en guerras entre sí, colaboran entre sí. Y para abatir enemigos no sólo usan sus legiones de sicarios, también recurren a sus vínculos con guerrillas, paramilitares y organizaciones terroristas que, como Hezbolá, crearon células en muchas partes del mundo que han establecido asociaciones con grupos locales del delito organizado.
El fiscal paraguayo no fue el primero en descuidarse. El primer descuido incomprensible corrió por cuenta del hombre que descubrió el poderío y la dimensión del tumor narco que crecía en Colombia. Rodrigo Lara Bonilla, el ministro de Justicia del presidente Belisario Betancur tuvo el coraje de enfrentar a capos narcos que amasaban fastuosas fortunas y poderío sin que Estado y sociedad deparara en ellos.
Lara Bonilla denunció a Gonzalo Rodríguez Gacha (alias “el mexicano”) y denunció a Pablo Escobar, haciéndole perder la banca que el jefe del cartel de Medellín había “comprado” a un líder político indecente.
Nadie en Latinoamérica tenía más en claro que ese ministro colombiano, la dimensión y letalidad del tumor narco. Sin embargo, se desplazaba sin las medidas de seguridad acordes con la función que estaba cumpliendo. Y una noche de 1984, regresando a su casa desde el Ministerio, sin escoltas y en un auto sin blindaje, fue emboscado y acribillado por sicarios de Escobar.
El asesinato de Marcelo Pecci muestra que aún hoy, no existen protocolos para que magistrados y demás funcionarios involucrados en las primeras líneas de confrontación con el narcotráfico, estén protegidos de manera acorde con el peligro que corren. Esta es una guerra en la que uno de los bandos (el Estado) va a las batallas sin estrategia y con soldados desprovistos de casco y de armas adecuadas.
Después del asesinato de Lara Bonilla, en Colombia hubo otros magnicidios, como el de Luis Carlos Galán, en 1989. El carismático dirigente y candidato del Partido Liberal, se aprestaba a ganar las elecciones presidenciales con un programa anti-narco, cuando fue acribillado a balazos sobre el escenario de un acto proselitista.
En Paraguay, el país donde el fiscal Pecci libraba acciones judiciales contra el narcotráfico, había muestras del vínculo entre organizaciones locales y narco-guerrillas colombianas.
En el 2004, Cecilia Cubas, hija del ex presidente Raúl Cubas Grau, fue secuestrada, torturada y asesinada por el EPP (Ejército del Pueblo Paraguayo), milicia rural que estaba ligada al colombiano Rodrigo Granda, por entonces conocido como “el canciller de las FARC”, la guerrilla que se originó como movimiento armado revolucionario pero prolongó artificialmente su vida envilecida en la selva merced al narcotráfico.
La sombra del narcotráfico quizá también está detrás de otro magnicidio en Paraguay: el asesinato del vicepresidente Luís Argaña, atribuido de manera directa a su enfrentamiento con el general Lino Oviedo, quién habría ordenado el atentado de 1999.