Como una ironía de la historia, Silvio Berlusconi llegó a ser el gobernante que más tiempo estuvo en el poder nada menos que en el país de las grandes figuras de la política europea.
Italia tuvo intelectuales marxistas que gravitaron sobre las izquierdas del mundo entero, como Antonio Gramsci y Palmiro Togliatti; también engendró al padre del fascismo, Benito Mussolini; a gigantes de la socialdemocracia como Pietro Nenni y a los estadistas democristianos que moldearon la democracia, como Alcide De Gasperi y Giulio Andreotti.
Con Berlusconi, la política italiana aportó un modelo de liderazgo que, en la ética y en la estética, se sitúa en el polo opuesto a los liderazgos que marcaron el siglo 20 europeo.
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Con él irrumpió en Europa el fenómeno del outsider. En Estados Unidos, Donald Trump es la réplica actual, en versión autoritaria y truculenta, de lo que fue Berlusconi en su país: el millonario trasgresor, que embiste contra la política tradicional rompiendo las reglas.
El magnate italiano fue también una versión del político inoxidable, que tiene inmunidad para cometer fechorías de todos los calibres, sin perder el apoyo incondicional de sus seguidores. Podía ser frívolo, amasar fortunas con negocios turbios, tener vínculos con la Cosa Nostra, cometer arbitrariedades y también el aberrante delito de prostitución y abuso de menores, sin que sus votantes conservadores y católicos dejen de admirarlo y votarlo.
Carlos Menem fue, de algún modo, la versión argentina de Berlusconi, expresando el conservadurismo neoliberal que promovió el Consenso de Washington en los noventa.
Encantador de serpientes en el mundo de los negocios, el osadísimo joven que cantaba y seducía mujeres ricas en los cruceros, saltó al negocio inmobiliario y, desde allí, a ser el zar de los medios de comunicación más importante de toda Europa, adueñándose desde el imperio de radio y televisión Mediaset, haciendo “telebasura”, hasta la editorial Mondadori.
Al mismo tiempo, se convertía en zar del fútbol al comprar el Milan y creaba Forza Italia, el partido que se adueñó de la derecha al pactar con el extremismo separatista de Umberto Bossi y su Liga Lombarda, que proponía la secesión del norte para crear un estado rico y de ricos llamado La Padania.
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Los escándalos que habrían incendiado la carrera de cualquier otro político europeo, a Berlusconi no le hacían mella. Era de amianto. Podía tener actuaciones impresentables, como todas las que canalizaban su desprecio a Angela Merkel (su contracara en todo), ser amigo y socio de Muhammar Khadafy en oscuros negociados, o realizar fiestas orgiásticas en su mansión de Árcore.
Nada parecía dañar su imagen, que envejecía sumando cirugías plásticas y haciendo cada vez más burdamente evidente la tinta que oscurecía su pelo.
Pero en los últimos años, su estrella política se opacó y Forza Italia apenas pudo “colgarse” del asenso de una nueva figura política, para colmo mujer, algo fatal para un cultor del machismo conservador.
La nueva estrella proviene del pos-fascismo: la actual primera ministra Giorgia Meloni. Y uno de sus roces visibles con la joven gobernante y líder del partido Hermanos de Italia, estalló con la invasión rusa a Ucrania, porque Berlusconi era amigo y admirador de Vladimir Putin, mientras que Meloni, aún compartiendo con el jefe del Kremlin su nacionalismo conservador, puesta en la disyuntiva que planteó la guerra eligió la vereda de la OTAN.
El final de Berlusconi no lo encontró en la cima, sino rodando cuesta abajo. Pero su historia personal marcó, para bien y para mal, la historia de su país.