“Sabés lo que significa para mí Sebastián”, me dice la señora. Tiene entre las arrugas una mezcla de Angel Face, lágrimas y desolación que abruma. Tiene un dolor que se le desborda y yo no le puedo responder. Porque para mí Sebastián es un trencito a las cuatro de la mañana atrás de los novios diciendo “movidito, movidito”. Para ellos es todo.
Y ese todo está en un cajón, detrás de las vallas que contienen a la muchedumbre pero que no le frenan su dolor. El dolor nace de una admiración y de mil historias que tuvieron su música como paisaje.
“A mi marido le encantaba, nos conocimos en un baile de él hace 40 años”.
“Yo lo seguía con Chébere, con Rolán, cuando estuvo solo. Hasta lo vi en Buenos Aires”.
“El Negro era todo”.
Y yo que soy del Movidito, ahora me entero que le decían Negro. Que el Monstruo es el Negro. Así le dicen los cercanos, los amigos, los familiares y su gente. Es una forma de hacer familia al mito que les bailó su vida.
Atrás del ataúd están los parientes, atrás de los parientes están las coronas, atrás de las coronas está el escenario del Club Las Palmas. En el escenario no hay nada. Hay un vacío enorme que ya no se llenará con el despliegue de estrella que dejaba el Monstruo.
Porque eso dicen los que saben. Que Sebastián fue la primera estrella del cuarteto, su look, sus movimientos con el micrófono, sus cadenas y joyas, sus lentes, su pelo y los sombreros y su voz de mil emociones.
De un parlante suenan sus canciones y la gente se vuelve para ver si del cajón sale la voz. La puta madre que lo parió, me dice un hombre y me muestra el brazo con tatuajes y la piel de gallina. Se me larga a llorar como un chico y me quiere hacer entender lo vivido. A mí que no sé nada más que hacer el trencito. Llegan de lejos, hacen la cola frente a las Palmas como entrando al baile. De a ratos aplauden como quien apura la tercera selección.
Ya son cientos y ya son miles en distintas partes del país que quieren subirse a un colectivo para verlo al Monstruo. “Yo lo conocí en Caleta Olivia y justo hoy estoy acá”, me dice una señora, siente vergüenza de alegrarse por el destino. Está triste por la muerte del ídolo pero está agradecida de poder despedirlo. Le deja una flor anónima que se pierde en los miles de claveles que rebalsan los baldes al pie del cajón. Esos claveles no tienen nombre.
Atrás, las coronas carteludas llevan firmas de bandas, cantantes, radios, gobernantes, y Sadaic. Los baldes se llenan de mil pétalos con perfume de lágrimas y Angel Face sin nombre: son un primer beso, un amor de sábado a la noche, una canción en la cárcel el día de la madre, son un tatuaje, son un viaje a las sierras un primero de año, una salida al parque, un pedir canje, una cubana con fanta, un viajar en sulky al pueblo porque llega Chébere para las patronales, una vida con un sonido que arrastra los pies.
De pronto cantan, y aplauden, y a mí, que soy del Movidito, se me penetra el alma y me bajo del trencito. La abrazo a la señora del Angel Face y le digo: “sí, madre, creo que sí lo entiendo”. Y lloro. Y ella me consuela a mí por lo que me perdí.
+ VIDEO: el legado de Sebastián en el cuarteto: