Especial - Por Jean Maggi
Sin dudas, la etiqueta que llevé en mi vida fue la de discapacitado. Una etiqueta que de hecho me paralizó durante 37 años.
Desde que mi condición se hizo visible, inmerso en una sociedad que entendía que discapacidad y pobrecito eran sinónimos, he escuchado más la palabra pobrecito que cualquier otra.
Pobrecito… El niño no va a poder jugar al fútbol.
Pobrecito… Mirá las patitas flacas que tiene.
Pobrecito… No podrá correr.
Pobrecito… No baila… Pobre… Pobre… Pobre…
Quedé preso en el espejo de las desgracias.
Ejemplos me sobran, muchos tragicómicos.
Aquellos ladrones que entraron a mi negocio pero sólo robaron a los clientes porque yo era un pobre discapacitado. Mientras ellos, a cara tapada, sacaban billeteras apuntando a la gente.
La mujer que en respuesta a mi caballerosidad por abrir la puerta de su taxi con mi mejor traje, me dio una moneda. O aquella tarde de playa donde las mujeres acostumbran a hacer rondas y charlas sin conocerse, una de ellas le dijo a mi madre y al resto: “Miren ese monstruo que viene ahí”. Mi madre se dio vuelta y el monstruo era yo.
Ella era genial. Un día festejaba mis 10 años y cuando terminó el cumpleaños sobraron tres docenas de sándwiches y varias botellas de gaseosas. Tras despedir al único chico que había ido a mi fiesta, ella quiso convencerme que se habían equivocado en la fecha de la tarjeta.
Si tuviese que llevar esto en términos de armas. Los ladrones no me robaron, me dispararon e hirieron profundamente. La moneda de aquella señora de pelo batido tomó forma de bala. Y la palabra monstruo fue tal vez una bala de cañón a la cual solo alguien como mi madre podía sobrevivir. Los sándwiches que casi nadie comió, tal vez un cargador de un rifle automático.
Tuve la suerte de llegar a lo más bajo sin morir ni matar. Tuve la voluntad y el amor inconmensurable de mis padres a mi lado. Tuve en quién reflejarme siendo mirado como realmente soy: mi familia, mi esposa, mis hijos, mis amigos… Sin ellos no sé cuál hubiera sido mi camino.
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Y en base a eso, aprendí y me vi reflejado en quienes me había sentido amado. En esos ojos me impulsé. En esa persona me convertí. Y pude reunir coraje. Tuve la valentía de pararme ante una sociedad y poder decir basta: no soy discapacitado. Soy una persona con una discapacidad motriz, padre de cinco hijos, esposo de Victoria, presidente de la fundación Jean Maggi, empresario y deportista.
Si tuviera que resumirme en una sola etiqueta, elijo la de soñador serial. Tal vez la peor de las discriminaciones son estas que la sociedad naturaliza, etiqueta e invisibiliza.
Una palabra puede ser una bala al corazón. Una etiqueta puede herir para siempre. Pero también la falta de rampas, el trato en los transportes o incluso la falta de los elementos básicos para estar en el mundo como uno más. El rechazo o la negligencia de las autoridades escolares cuando se presenta una mamá. Los baños de discapacitados llenos de cajones usados de depósito en los bares y restaurantes. Los hoteles sin habitaciones apropiadas. La caca de los perros en la calle y que el que empuja la silla con sus manos se la traga. Las veredas rotas. Todo eso y tantas cosas más son la peor de las discriminaciones.
Un mundo egoísta y apresurado que no advierte sus propias acciones hasta que el trueno rugiente de la violencia lo sacude.
Un mundo que podemos mejorar. Creo profundamente que de eso se trata.